miércoles, 6 de junio de 2012

Farewell, Ray Bradbury.

Los Ángeles, 1948 

POSDATA

Después de muchos años, quiero contar cómo conocí a Sturgeon. No nos preguntamos si éramos relativamente pobres, pero el hecho de que hayamos elegido el viejo restaurante de máquinas expendedoras Horn y Hardart da una idea. Ambos introdujimos más o menos treinta centavos debajo de la ventanilla de varios cubículos que se abrieron y ofrecieron tostadas danesas, bollos o copos de maíz. Había sopa de tomate para hacer. Uno volcaba la botella de ketchup gratuito en un vaso, lo llenaba de agua caliente, y ¡sopa de tomate!

De lo que hablamos aquella tarde en el restaurante económico medio vacío fue, por supuesto, de literatura, de la suya y de la mía, ambas excelentes. Sturgeon pasó entonces a su principal amor, la música, y recomendó a cantantes ahora casi olvidadas como Corinna Mura e Yma Sumac, y después apuntó más alto y prometió volarme la cabeza con la Tocata y fuga en do menor sostenido de Bach. Los discos llegaron por correo unos días más tarde.

Terminado el modesto ágape, no quedaba más que ir a conocer el sitio donde vivía.

En el tercer piso del edificio, Ted abrió de golpe la puerta de su apartamento y con gran fanfarria me lomostró.

Dentro, ¿qué vi? Una habitación sin alfombra o moqueta, pero totalmente ocupada por algo que iba de pared a pared, siete metros por siete, blando como una pluma: ¡un colchón!

Sturgeon sonrió como un padre (¿o amante?) orgulloso.

Una habitación, Dios mío, tan especial, inmensa e incitante. Trae a tu novia a casa, dile que entre, hazle una zancadilla y ¡zas! La noche de los Dioses.

-Ahorra tiempo -dijo Ted.

RAY BRADBURY
Los Ángeles, abril de 1999 (prólogo de La fuente del Unicornio de T. Sturgeon)